Capítulo 1:
La Última Birra de la Noche

Hoy se cumplen unos seis meses desde que llegué a este lugar, sin saber qué estaba pasando, o siquiera cómo fue que terminé de esta forma.

Es un día tranquilo como pocos en el laburo. Acá, en éste nuevo trabajo que conseguí, vivo rodeado de gente extraña, gente perturbada con problemas u otros que le gusta cagarse a trompadas sin razón aparente después de tomar unos tragos. Parecido a donde vivía, pero en una escala más exagerada y grotesca, dejando de lado los detalles morbosos. Todos los días un quilombo distinto, que siempre acaba con el cliente hecho pelota y rajado a la fuerza del local por uno de mis asistentes. Eso si, al otro día vuelven como si nada, exigiendo más de «ese líquido tan raro».

Actualmente, yo soy el administrador del establecimiento. Porque si, mi trabajo consiste en ser mi propio jefe, y, encima de todo, el establecimiento es mío, es decir, no le tengo que garpar el alquiler a nadie, y mis asistentes no laburan por plata. Un golazo. Impensado hace sólo unos meses.

Pero esta historia no es sobre lo normal y estable que es mi vida ahora, sino cómo fue que llegué a estas tierras tan alejadas de cualquier cosa que haya conocido. Pasaron cosas, podría decirse.

Mientras espero que caigan más clientes, les cuento. Ah, y bienvenidos a BirraTrueno, antes de que me olvide.

Todo comenzó aquella semana de mierda, en la cuál mi vida, que transitaba siempre por el sendero de la mediocridad absoluta y sin vislumbrar un horizonte a futuro que me permita llegar a fin de mes sin tener que empeñar alguna que otra pertenencia familiar a escondidas, cruzó el límite de lo absurdo.

Ya el lunes había arrancado como el orto, cuando vi que había una mancha oscura de humedad en la cocina, la cual se convirtió en gotera de día y tormento de noche. De más está decir que no había guita para un plomero.

El martes mi novia me dejó por otro. Al muchacho lo vi el mismo día que iba para su casa, ahí en la puerta mientras le manoseaba la jalea sin escrúpulos, en plena vía pública. Era alto, bronceadito, fachero y, por si fuera poco, tenía un auto rojo que ni en cien vidas podría pagar. Era perfecto el tipo, o por lo menos eso aparentaba a la distancia, desde mi ubicación, detrás del árbol a unos metros. “Ojalá le fallen los frenos cuando vayan a pasear a la costanera” pensé, con el culo más fruncido que nunca .

El miércoles tenía un aviso pegado en la puerta de expensas atrasadas. El jueves entraron a casa y se afanaron lo que yo, muy a mi pesar, le saqué a mi abuelo en su momento antes de partir, pensando que sus posesiones ya no las iba a necesitar en el Cielo.

El viernes mi jefe… bueno, mi jefe es una historia en si misma. O mejor dicho, era. Se trataba de una persona que escondía su verdadera cara detrás de una maquiavélica sonrisa, y que no pudo contra la galopante hipertensión que arrastraba. Pasó que le fui a pedir un adelanto del sueldo que me venía pateando desde hace tres meses, y la cosa se puso media peluda. Bah, la versión oficial es que se cayó solito por las escaleras después de un infarto, pero nadie vio nada. Por suerte.

A este punto yo me había quedado sin novia, sin trabajo, sin la generosa ayuda que me dio mi abuelo voluntariamente, y con deudas. Unas cuantiosas deudas. Ah, y ahora con un agujero en el techo por culpa de las goteras. Pero como la semana aún continúa, las malas noticias todavía pueden estar al caer ¿no?.

Y no se hicieron esperar, porque el sábado, por debajo de la puerta, me llegó una intimación para desalojar el departamento antes del lunes.

—Necesito una birra. —pensé, resignado—. Y otra vida con menos bardo.

Mirá que le puse onda a la situación, eh, pero si no tengo un peso partido al medio, no puedo hacer demasiado por más onda que le esté poniendo. Todo aquello que creía, ingenuamente, que podía salir bien, salió mal, y las cosas que con un tino formidable, creía que saldrían mal, salían todavía peor. Una especie de Ley de la Atracción, pero de mala leche.

Este remolino interminable de la desgracia, concluyó conmigo en un bar bien mugroso de Lugano, que no conocía, donde tomé mi última cerveza.

El antro era de esos que me gustan, bien familieros, pero sin nadie a la vista más que el encargado del barsucho que me esperaba con una agradable expresión risueña en la barra, y una elegancia muy inusitada que completaba el cóctel de rareza.

El señor percibió que tuve un día de perros, y sacó de inmediato una botella sin etiqueta que, más que fría, estaba gélida. “Ésta va por mi cuenta, pibe” dijo. y la destapó con un movimiento de su dedo pulgar. Con la punta de la uña, para ser más exactos. “Gracias” le respondí, todavía impresionado por el truco de la uña y la tapita, que desapareció en el aire.

—Sos el primer cliente de la noche.

Él volvió a hablar, pero yo ya había estado tomando en otro bar y en una plaza camino al depto, así que no tenía mucha idea de qué contestar del pedo que tenía. Lo que si, se me hizo raro que fuese el primer cliente, siendo casi las 4 a.m. de un domingo.

Cordialmente, me sirvió un chop hasta arriba, lleno de espuma, y procedí a hacer fondo blanco sin cuestionarme si era de buena marca, o si me habrá dado una Q****** por error. No me iba a poner pretencioso con la birra a estas alturas de la noche.

Bajo la atenta mirada del dueño, que no dejaba de sonreír de oreja a oreja mientras se frotaba las manos, yo seguí tomando, decidido a que esta cerveza borraría de un plumazo la acumulación de problemas que me dejaron en la ruina. No sé si le causará gracia que me haya bajado el vaso entero de un sorbo, o habrá notado mi expresión de asco al darme cuenta que la cerveza tenía sabor a agua de cloaca diluida en meo de gato. Sin dudas era una Q******.

La cerveza era tan horrible que empezaba a ver cosas, como los cuernos que le salían de la frente. Y también su piel bronceada, o más bien rojiza, como si hubiera estado diez horas bajo el Sol. Pero no me detuve en esos detalles cuando entré, no es el primer cornudo que me cruzo por el barrio, y dudo que sea el último. Me pareció un buen hombre. Fue la primera persona que me trató bien en toda la semana, y que encima me ofreció algo de tomar apenas atravesé la puerta, así que no me pude negar.

Cuando dejé el vaso seco en el mostrador, sudoración anormal y una sensación de hormigueo fue trepando desde la punta de mis dedos, y me recorrió brazos y piernas, hasta envolver mi cuerpo, dejándome, aún consciente, inmóvil sobre la barra.

—Felicidades. —dijo con soltura mi anfitrión, y siguió—. El pacto se cumplió con éxito. Esa fue una magnífica demostración de voluntad. Tu deseo de querer arrojar todo y cambiar tu rumbo te trajo hoy conmigo.

—Q-Qué… garcha… me diste…—le respondí apenas entre dientes y con la vista vidriosa

—Espero que en tu nueva vida, tengas mejor suerte.-mencionó mientras retiraba el vaso y limpiaba la barra- Ah, y por cierto, el del auto rojo, era y—

Las luces se me terminaron de apagar, y ya no escuchaba la sarta de boludeces que decía el cornudo este. Pero algo me quedaba claro, era que ya no me tenía que preocupar del alquiler.

—Agh…

Me dolía la cabeza, y tenía el estómago revuelto, por ahí era la resaca. Intenté abrir los ojos lentamente, y tapando la luz natural con una mano. El calor no ayudaba tampoco. No me encontraba orientado en tiempo ni espacio. Estaba solo, tirado en el piso, con pasto chamuscado a mi alrededor.

—Esto no es Lugano ni a palos…—dije, apenas abriendo la boca y sin salir de mi asombro.–En C.A.B.A. tampoco hay montañas, hasta donde recuerdo.

Noté, con cierta curiosidad al tocar mi vestimenta, que no era la misma que traía puesta, sino que era de tela más gruesa y lucía unas costuras más elaboradas, una onda cosplay.

Tras hacer una inspección más minuciosa, mi pantalón y calzado eran distintos, además de traer un cinturón con… algo para guardar cosas. Una especie de riñonera, bien de los noventa. Lo revisé, y para mi sorpresa, había unos objetos dentro: un cuchillo, un papel, y tres manzanas.

Ya incorporado, y mirando a mi alrededor, intrigado por entender mejor la situación, tomé el papel, que tenía algo escrito en un idioma desconocido para mi, y que, a pesar de eso, podía leer sin problemas.

«Si podés leer esto, significa que el pacto con X%&$@#X para volver a al mundo humano resultó.» -Recitaba el manuscrito—. «Lo siento, te traje sin tu permiso. Este mundo ya no es para mi, es demasiado complicado, me voy a otro mejor. Te dejo todo lo que me queda, no es mucho.»

—¿Esto es… alguna clase de testamento o qué mierda?.—Lo que leía me iba sembrando puras incógnitas, a las que ya tenía, con cada palabra—.

«El cuchillo te va a servir temporalmente, las manzanas son ingredientes mágicos, y lo demás se encuentra en mi choza, no muy lejos de donde estás. Dibujé un mapa para guiarte, es lo menos que puedo hacer”.

Volví a revisar y, en efecto, al dorso de la carta había un mapa, que parecía más un garabato de nene de primaria, pero se entendía. Tenía una cruz con puntos cardinales, un conjunto de árboles a un costado y montañas al otro, unos cuadrados que, supongo yo, representaban un poblado, y el dibujo de la choza, que estaba unido por una línea curva, que bordeaba un lago, y terminaba en un círculo negro.

“Por último, dejé una sorpresa que te espera en la choza. Tuve que encerrarla dentro de un círculo alquímico que consumió toda mi energía, porque quiso impedir el pacto a toda costa. No es más que una inútil, densa, me tenía vigilado y consumía valiosos recursos, nunca la pude entender, y creo que me odia más que antes. Ojalá tengas mejor suerte que yo.”

Suspiré hondo. Era evidente que esta persona entró en un delirio místico, me dejó todos sus problemas y se pegó el corchazo.

—Me hubiera quedado en casa tapando el agujero del techo.

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